29 de març 2010

El próximo jueves, tertulia literaria


El próximo jueves 1 de abril,
en la Biblioteca Jaume Fuster,
tertúlia literaria del ciclo

Vine a fer un cafè amb...

El periodista Albert Lladó Jordi Puntí
conversarán sobre

Maletas perdidas

El acto empezará a las 19 horas.
Biblioteca Jaume Fuster,
plaza de Lesseps, 20-22, Barcelona

Más detalles, aquí.


28 de març 2010

‘Historia del padre’, por Daniel Gascón

[Reseña en Heraldo de Aragón]

Los cuatro hijos de Gabriel Delacruz viven en distintos países de Europa. No saben de la existencia de sus hermanos y no han visto a su padre en décadas. Cuando la policía lo da por desaparecido se conocen y empiezan a bucear en el pasado de Gabriel. Este es el detonante de Maletas perdidas (Salamandra, 2010), la primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967), que ha publicado los libros de relatos Piel de armadillo (Salamandra, 2001) y Animales tristes (Salamandra, 2004).

Los cuatro hijos –Christof, de Fráncfort; Christopher, de Londres; Christophe, de París y Cristòfol de Barcelona– reconstruyen la vida de un hombre esquivo y aficionado al juego, que se crió en la Casa de la Caridad de la Barcelona y trabajó en una empresa que realizaba mudanzas por Europa en los años 60 y 70. “La paradoja, al fin y al cabo, es que una vida tan solitaria como la de Gabriel pueda haberse trenzado con tantas personas distintas”, dicen los cristóbales, que cuentan a veces por separado y a veces como un coro los romances más bien accidentales de Gabriel con sus cuatro madres y su propio recuerdo misterioso y fugaz. La búsqueda de Delacruz les lleva hasta personajes fascinantes, como Petroli, un transportista aficionado a las reuniones de exiliados y a las mujeres mayores; la señora Rifà, que regentaba la pensión donde vivía Gabriel; o Bundó, su compañero inseparable, el apasionado de las prostitutas que se enamoró locamente de una de ellas.

Maletas perdidas es la historia de una investigación, la descripción de un personaje que siempre tiene un secreto inesperado y un retrato dickensiano y picaresco de la Barcelona de posguerra, con pensiones, tiendas de barrio y familias nacionalcatólicas, pero también es una novela europea. Los viajes de Bundó, Gabriel y Petroli les sacan de la España fosilizada del franquismo y les ofrecen una visión lateral de los cambios de la Europa democrática, de la libertad, las drogas y la música en Inglaterra o de mayo del 68 en París.

“Reducimos la vida a unas cuantas palabras, la simplificamos, pero su auténtico sentido es complejidad, contradicción, incertidumbre”, dice Cristòfol, antes de pedir “perdón por la filosofada”. Pero Puntí parece hacerle caso: arma una novela rica y poderosa, llena de detalles, simetrías y episodios brillantes. Los objetos impulsan el relato y producen emociones: desde el Pegaso que conducen los transportistas hasta los naipes que Gabriel esconde en su chaqueta, pasando por los juguetes que regala a sus hijos. Maletas perdidas también logra la verosimilitud a través de pequeños rituales, como los turnos de los camioneros, los cuentos eróticos que Bundó y Gabriel escribían en su adolescencia o los informes sobre el reparto de los hurtos que realizaban sistemáticamente en las mudanzas. El estilo juguetón y la narración arriesgada y hábil –que mezcla el humor y la tragedia, los sentimientos y el enigma familiar, lo extraordinario y el costumbrismo, el presente y el pasado– recuerdan a John Irving o Rushdie, y su rigor estructural y la potencia de lo que cuenta muestran a un novelista con una formidable capacidad de fabulación y persuasión.

© Daniel Gascón, Heraldo de Aragón, 25 de març del 2010

17 de març 2010

‘El mismo recuerdo’, por María José Obiol

[Reseña en ‘Babelia’, El País]

Lees y presencias una despedida. En la cocina desayunan un niño y sus padres. Amanece. Después se escucha un claxon. Bundó y Petroli, los amigos y compañeros del padre saludan desde la cabina del camión ¿o sólo lo hace él cuando el Pegaso se pone en marcha? Conducen un camión de mudanzas con itinerario europeo. Pienso en esa imagen que la lectura me devuelve. Una familia despidiéndose. La madre, el padre y el niño. Pero el narrador señala edades: entre los tres y los siete años. Me he equivocado. Vuelvo a leer. La madre regresa a la cama con su hijo. El padre ya ha dicho adiós. Todos tenemos el mismo recuerdo. Eso dicen los cuatro. ¿Qué cuatro? Los cuatro hermanos que veintitantos años después se conocerán y reconocerán y juntos intentarán averiguar qué ha pasado con su padre. El mismo para todos. También los mismos cuentos, la misma mirada, el mismo adiós. Los hijos: Christof (Francfort), Christopher (Londres), Christophe (París) y Cristòfol (Barcelona). El recuerdo del Pegaso con Bundó y Petroli en la cabina para los tres primeros. Gabriel Delacruz se llama el padre. Sigrun, Mireille, Sarah y Rita, las respectivas madres.

Apenas empieza esta estupenda novela de Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) y ya se ha instalado el deseo de despejar las brumas de una desaparición o de una huida. Confieso admiración por la recuperación de hechos nimios que nos llevan de un lugar a otro, de unos brazos a otros abrazos; también curiosidad por el hallazgo de vestigios que calladamente se van incorporando al recuerdo y por la suma de detalles que parecen insignificantes pero que refuerzan memoria. En Maletas perdidas se recompone el tejido del tiempo con escenas resplandecientes y quien lee habita la novela de manera apasionada. Hay una transparente naturalidad en ir de aquí para allá en la historia que es una y tantas. Estoy en los años cuarenta: niños en la Casa de la Caridad. Hijos de represaliados. Gabriel abandonado, el mercado del Borne. Leche que se amamanta y que huele a bacalao. Escritura en el orfanato. Imágenes. Llego a los sesenta y setenta, donde se desarrolla gran parte de la novela. El enigmático Gabriel, el bondadoso y afable Bundó (siento debilidad por Bundó), el pragmático Petroli. Viajes, pensiones, casas donde se desbaratan muebles para su traslado. Vidas nómadas, pero rutinarias y sosegadas en su ajetreo de miles de kilómetros. Mayo Francés, canciones en las casas de españoles en Alemania, barrios obreros en Londres y el hervidero de una Barcelona desatándose de ligaduras. Y la voz que narra que no es una sino cuatro, hablándole a esta lectora que sabe sin saber, desconcertada al no tener siempre la certeza de cuál de los cuatro cristóbales habla. Son hijos buscando sin melancolía, demasiado jóvenes para añorar, y aunque se trate de personajes trascendentes, póquer de ases de un avezado jugador (Gabriel Delacruz y el propio escritor), el auténtico protagonismo está en Gabriel, Petroli y Bundó. Como si fueran cómicos representando una y otra vez la misma obra, pero con esa profesionalidad del que sabe hacer de cada mudanza una función distinta. Por eso Puntí, ¡qué bien lo ha contado!, ha decidido abrir maletas y cajas de mudanzas para descubrir lo que contienen y así internarse en nuevos caminos. Porque cerrarlas, el protagonista buscado lo sabe, es sufrir aluminosis en el recuerdo y necesidad de apuntalarlo. Maletas perdidas es apasionante. No se la pierdan.

© María José Obiol, ‘Babelia’, El País, 13 de marzo del 2010.

‘Las voces del ventrílocuo’, por Lluís Muntada

[Reseña en el suplemento catalán ‘Quadern’, de El País]

Con los conjuntos de relatos Pell d’armadillo (1998) [Piel de armadillo, Salamandra, 2001] y Animals tristos (2002) [Animales tristes, Salamandra, 2004], Jordi Puntí (Manlleu, 1967) asentaba una prosa caracterizada por la nitidez y por la capacidad de subrayar las fracturas de la cotidianidad. A través de una elaborada economía formal esos dos libros materializaban un efecto de diorama, en que el lector, llevado por los movimientos más sutiles de las proverbiales inercias domésticas, poco a poco descubría que se hallaba en el corazón de alguno de los bucles capitales de la existencia humana: la soledad, el desnivel entre expectativas y realidad prosaica, o el reconocimiento sereno de la imposibilidad de transformar nada.

En un arco de renovación expresiva tensado primordialmente por Pere Guixà, Francesc Serés y el propio Puntí, aparece ahora Maletes perdudes (en castellano, Maletas perdidas, en Salamandra), la primera novela de este autor, una obra extensa e intensa, pausada y frenética, ampliación apoteósica y refinamiento sobrio de los atributos narrativos ya apuntados en los dos libros de cuentos.

Maletes perdudes. Imaginemos un John Cheever sin el ácido del sarcasmo, un hálito de la gradual conquista de los espacios vacíos y la nada que Pierre Michon ensaya en Vidas minúsculas, una sombra de la vivisección fría e impersonal que Georges Perec expone en Las cosas…, imaginemos todas estas referencias y comprenderemos parte de los elementos que alientan esta monumental novela-río, que con una estructura compositiva muy bien trabada permite que la mayoría de capítulos tengan autonomía narrativa sin que por eso vean comprometida su funcionalidad orgánica a la hora de tejer la trama general de la obra.

Desde el inicio de la novela se hace explícito un ejercicio de prestidigitación con toques de dramaturgia novelesca: cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de madres diferentes —nacidos en Frankfurt, París, Londres y Barcelona respectivamente—, buscan a su padre, Gabriel Delacruz Expósito, a quien no ven desde hace tres décadas y a quien la policía da por oficialmente desaparecido. Con un tránsito narrativo asociable al juego de las muñecas rusas, los cuatro hermanos se conocen en el piso barcelonés de su padre, donde han sido convocados.

En una articulación de voces que deriva hacia un barroco muy ágil, con constantes cambios de perspectiva, cada uno de los hermanos presenta su singladura particular, y todo bajo la poderosa influencia de un padre errático, que apenas estuvo a su lado cuando ellos eran pequeños. A partir de aquí, por medio de una estructura de aluvión que permite encajar los hechos hasta adoptar un viraje detectivesco en la segunda parte de la novela, los cuatro cristóbales intensifican un azar lógico y, para reconstruir los avatares de un padre agigantado por el escapismo, presentan sus vidas en una cadena de accidentes razonables. Gabriel, trabajador de la compañía de mudanzas internacionales La Ibérica, recorrió —al lado de sus entrañables amigos Bundó i Petroli— la luminosa Europa en plena noche franquista.

Con un celo extremo para no caer en la afectación ni robar emociones al lector, la novela narra la soledad, la orfandad, la plenitud vital y una alegría contrastada por el desarraigo que sufren una galería de inmigrantes españoles por todo Europa que hacen pensar en el volumen moral de la magnífica serie titulada Els castellans, que este escritor publicó no hace mucho en la revista L’Avenç.

En un incesante juego de manos narrativo que alterna simulaciones, confusiones, simetrías, cambios de nombre, imágenes reduplicadas en el espejo, tías imaginarias, ventriloquía y orientación coral, los personajes se multiplican desde su propio interior y, a través de la riqueza equívoca de unas voces deliberadamente ambiguas, se construye el fantasma preciso de Gabriel, admirable mezcla de alivio cómico, tragedia y metáfora especular del ciudadano medio de la posguerra.

En una prodigiosa catenaria narrativa, las imágenes se textualizan y la novela se aploma en objetos que tienen la propiedad de capturar la esencia de la vida: un viejo Pegaso, una carta con el as de corazones, un colibrí disecado, una maleta de cartón, una peluca, o un cuaderno de robos cubierto por la nieve.

Retrato sociológico del franquismo, equilibrio entre dolor y felicidad, magia natural nacida del malabarismo técnico, búsqueda de los orígenes, control y pasión, ensalzamiento de la condición del lector, libro de riqueza poliédrica, Maletes perdudes funda una mitología, una saga de nuestra memoria desvanecida, un perdurable catálogo literario de seres y estares, de huídas y capturas, de ambigüedades y certezas conquistadas desde una literatura insobornable.

© Lluís Muntada, ‘Quadern’, El País, 4 de marzo del 2010. [Traducción del catalán de J.P.]

13 de març 2010

Un artículo de Sergi Pàmies

Al promocionar su novela Maletes perdudes, el escritor Jordi Puntí ha declarado: “Los adverbios son refugio de cobardes”. Hace unos años, Josep Maria Espinàs se despachó contra los adjetivos por considerarlos casi siempre innecesarios. Dos escritores que admiro, pues, marcan el camino. ¿Qué ocurrirá si, mañana, otro crack de las letras la emprende contra los verbos? Desde que leí a Espinàs, intento contener mi tendencia al adjetivo fácil pero no lo consigo. Es difícil y, por muy de acuerdo que estés con la argumentación de Espinàs, tiendes a rebelarte y a decidir que, si existen, será para utilizarlos, ¿no? Ahora Puntí me complica las cosas. Ya no se trata sólo de ser redundante sino cobarde, una acusación que, por suerte, no se expresa a través de un adjetivo sino, entiendo, de un rotundo sustantivo.

Supongo que Puntí se refiere más al abuso que al uso. En efecto, los adverbios pueden esconder una carga pirotécnica que refuerza más la vanidad del narrador que la efectividad de su relato. Pero cuidado: grandes clásicos de nuestra literatura han practicado el adverbio con cierta alegría. Josep Pla es conocido por, entre otras cosas, soltar adverbios extravagantes. En Pla, que tenía otras virtudes, este ramalazo constituye una anécdota, pero entre los que insisten en imitarle es una plaga (ya lo dijo Picasso: “Bienaventurados mis imitadores porque heredarán mis defectos”). Elijo un artículo de Pla al azar, titulado Vells, incessants records. Primera frase: “És molt possible que Grècia hagi estat el país del solar europeu més ditiràmbicament tractat en el curs dels dies”. Ese “ditiràmbicament”, ¿hay que considerarlo un acto de cobardía? De exhibicionismo, quizá, de no poder resistir la tentación de ponerse estupendo, también. Pero cobardía es una palabra mayor.

Se da la circunstancia de que Pla también es famoso por su uso de los adjetivos. Aplicaba el mismo criterio que con los adverbios: sorprender con calificativos que, en principio, no parecían destinados a según qué sustantivos. Sin embargo, lo esencial de Pla no lo encontraríamos ni en la originalidad de su adjetivación ni en la pirotecnia de sus adverbios y sí, en cambio, en su sentido de la observación, su facilidad para perorar sobre cualquier cuestión, su acierto en la elección de los ritmos e ingredientes descriptivos y una tendencia a la afirmación categórica tan amena como temeraria. Y, como le ocurre a Pla con muchas de las afirmaciones con las que encabezaba sus artículos, todo acaba siendo discutible y, al final, hay tantas excepciones para cada regla que generalizar se convierte en un pasatiempos.

Por suerte, ni Espinàs ni Puntí han llevado sus antipatías respectivas hasta el límite y ambos se permiten utilizar adjetivos y adverbios. Eso sí: sólo los que son estrictamente necesarios, por decirlo con un adverbio y un adjetivo.

©  Sergi Pàmies, La Vanguardia, 12 de març del 2010.

7 de març 2010

Una entrevista en «El Periódico»

Jordi Puntí: «Quiero que la gente lo pase bien leyéndome»

Gabriel, un camionero salido de la inclusa que recorre la Europa de los 60 y 70 con su flamante Pegaso 1065. Tiene cuatro hijos que, de repente, dejan de saber de él: Christof en Fráncfort, Christophe en París, Christopher en Londres y Cristòfol en Barcelona. Crecen, se conocen y buscan a ese padre en Maletes perdudes (Empúries / Salamandra), la primera novela de Jordi Puntí.

La misteriosa fotografía de la portada del libro, ¿de dónde ha salido?
De internet. Es una secuencia de fotomatón con un hombre que mira a la cámara, se le congela la sonrisa y desaparece, algo que coincide con la historia de Gabriel. Además, reproduce el ambiente setentero que buscaba: pelo largo, traje y corbata.

Los 70 no tienen mucho encanto...
Mis recuerdos de infancia son de los 70. Pero más que recuperar una época, me he esforzado por vincular objetos y memoria, dar sentido a los objetos que Gabriel hace desaparecer de las mudanzas y regala. Uno de los motivos últimos de esta novela es intentar entender qué es ser hijo único. Cuando no tienes hermanos a menudo juegas solo, y das un sentido a las cosas que te acompañan.

¿Es hijo único?
Lo soy. Los hijos únicos más de una vez se preguntan qué harían si tuviesen un hermano. Los cristòfols del libro descubren que lo tienen. Además han crecido sin padre y necesitan llenar este vacío.

Todas las familias convierten en aventuras míticas su pasado, ¿no?
Los relatos familiares siempre embellecen los hechos. Lo que me interesa más es la idea de aventura. Que el lector sienta empatía con los personajes y los quiera acompañar. De aquí la técnica de la novela: quería explicar a un personaje a través de la gente que lo conoce en cada momento, como espectadores que ven pasar una carrera ciclista. La mirada fascinada de los hijos hace que una vida anodina y a la vez inverosímil pase a ser heroica.

¿Por qué ha tardado tanto en llegar esta novela?
Por inseguridad. Por inexperiencia. Porque tenía otras cosas que hacer. Y porque es un libro muy complejo. Hace falta mucha coordinación para explicar 30 años de vida de 30 personajes en cuatro países.

¿Qué reconocerán los lectores de sus cuentos en la novela?
Una misma mirada moral. Pero encontrarán más inclinación hacia la alegría y el optimismo, hacia el placer de explicar historias. Una apuesta por el instinto fabulador, por explicar historias, inventar personajes y dar un sentido a sus vidas. Lo que quiero es ser leído, que la gente se lo pase bien leyéndome. Nada de trascendencia, o de fijar una obra.

Su libro se publica a la vez en catalán y traducido al castellano. ¿No es la de la literatura catalana traducida en España una batalla perdida?
Es más difícil difundir un libro en castellano dos años después de la publicación en catalán. Salir a la vez suma. Es cierto que hay que luchar contra fuertes prejuicios. Pero creo que este es un libro universal. Transnacional, mejor.

©  Ernest Alòs, El Periódico,  23 de febrero del 2010.

4 de març 2010

Una entrevista en 'La Vanguardia'

“MI OBRA ES UNA APUESTA POR LA FABULACIÓN”

La primera novela de Jordi Puntí (Manlleu, 1967) había despertado expectación desde que en el 2003 ganó la beca de creación literaria Octavi Pellissa. La larga espera ha valido la pena, ya que Maletes perdudes (Empúries; versión castellana en Salamandra) es una obra de gran ambición literaria y planteamiento original. Puntí –cuyos libros de relatos Pell d'armadillo y Animals tristos han sido celebrados por la crítica, traducidos y, el segundo de ellos, llevado al cine– plantea las historias cruzadas de cuatro hermanos (Christof, Christophe, Christopher y Cristòfol), hijos de cuatro madres distintas y que viven en Frankfurt, París, Londres y Barcelona. Un día descubren que son hijos de un mismo padre, transportista de mudanzas, y deciden buscarlo. Los derechos de la obra ya han sido vendidos al francés y al alemán.

¿Cómo se le ocurrió esta variación de una novia en cada puerto?
La novela tiene muchos puntos de partida. Por una parte, quería hablar de una persona que estuviera siempre en movimiento. También me interesaba lo que supone ser hijo único, sobre todo cuando eres pequeño. Aquí, casi todos los personajes lo son. Y quería explicar una historia de antihéroes. Se ha hablado mucho de los héroes de la Guerra Civil y del franquismo. Pero la inmensa mayoría de la clase trabajadora estaba atenazada durante la dictadura por múltiples problemas y encarnaban un antifranquismo pasivo.

¿Por qué eligió a los camioneros?
Una vez tuve ocasión de hablar con unos camioneros turcos que hicieron una mudanza desde Alemania hasta aquí. Su trabajo es muy duro. Además, a mí me atraía la idea de que alguien, en pleno franquismo, pudiera salir del país y entrever otros mundos –París, Londres, Frankfurt– que en aquel momento nos parecían más atractivos.

¿Quiso escribir una road movie de aventuras?
Sí, me gusta la idea de las aventuras, que ocurran cosas. La obra es una apuesta por la fabulación. Y también el intento de romper una cierta tendencia de hablar de nosotros. En este sentido, quiere ser un relato transnacional, que sale fuera de nuestras fronteras.

En él cuenta muchas historias. ¿Ha sido difícil ensamblarlas?
Este es el trabajo del novelista. Con los cuentos, empiezas y acabas, y luego los olvidas. Pero aquí he tardado más, por inexperiencia. Me costó el trabajo de encajar y equilibrar las escenas y los personajes. Pero al final hay una mayonesa que lo liga todo, que es la confianza en el instinto fabulador.

A diferencia de los insatisfechos personajes de Animals tristos, los de Maletes perdudes parecen felices.
Es que el libro tiene voluntad de optimismo. Explico unas situaciones que no son fáciles, y una época, los años 50, 60 y 70, también difícil. Pero trato de verlas desde la cara soleada. Y los personajes son felices a su manera.

Da la impresión de que importa más el trayecto que la resolución final.
En efecto, el trayecto es lo más importante. Yo quiero llevar al lector hasta el final. Pero también que se lo pase bien en el viaje: a través del relato de los propios hermanos, del libro inventario de las maletas que roban, del testimonio de las madres... A través del estilo y la manera de explicar, creo que puedes hacer verosímiles las cosas. Cuando escribía tenía en mente a Dickens, a Irving, y también Los hijos de la medianoche de Rushdie. Como se dice en un momento del libro, las vidas, en el momento de vivirlas, no tienen sentido. Se lo damos después, cuando las explicamos. Y la vida de Gabriel, el padre, cobra sentido a partir del relato de todos los que le conocieron.

Pero es una historia de soledades.
Cada hermano, en su solo narrativo, muestra las secuelas y la inseguridad de ser hijo único. El alemán lo realiza en diálogo con un muñeco de ventrílocuo: es la no aceptación de la soledad, el amigo invisible que le permite rebelarse sin ser él mismo.

Las maletas sustraídas de las mudanzas contienen objetos personales que conservan el pasado, “reliquias que nos protegen del olvido”, escribe.
Cuando creces solo, juegas más en solitario. Y los objetos adquieren una vida animada que te ayuda mucho. Hay muchas cosas que acaban cargadas de sentimiento o de sentido y que te resistes a tirar. La apropiación de objetos por parte de mis protagonistas es una manera de usurpar vidas. Una forma de quedarte la carga sentimental de aquel objeto.

A través de los hermanos transnacionales retrata las distintas ciudades en momentos importantes de aquellos años.
Me propuse explicar la diferencia entre lo que ocurría aquí y lo que pasaba fuera. Los hermanos vivieron realidades muy diferentes al mismo tiempo.

Al igual que en sus cuentos, ¿ha buscado aquí el costumbrismo moral?
Sí. Especialmente en la parte dedicada a Barcelona, donde se recrea la vida de los años setenta aquí.

©  Rosa M. Piñol, en La Vanguardia, 23 de febrero del 2010.

3 de març 2010

'La mejor prosa del momento', por Vicenç Pagès Jordà

[Una reseña en El Periódico]

Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es autor de las recopilaciones Pell d’armadillo (1998) y Animals tristos (2002) [traducción al castellano en Salamandra: Piel de armadillo y Animales tristes], formadas por cuentos minuciosos que se leen sin dificultades y que han recibido críticas elogiosas, han sido traducidos y llevados a la gran pantalla. Hacía años, pues, que se esperaba el paso de este autor a la novela, sobre todo porque había trascendido que estaba escribiendo una obra ambiciosa, que finalmente ha visto la luz. La espera ha merecido la pena porque Maletes perdudes es una combinación armoniosa de imaginación, estructura y lengua. La historia del camionero que tiene cuatro hijos repartidos por Europa incluye aspectos rocambolescos y una intervención del azar que solo un arquitecto atento a los menores detalles, y armado con un lenguaje lleno de naturalidad, podía hacer convincentes.

LOS ESCENARIOS / Del Mayo del 68 al Londres del aborto, del Boccaccio al aeropuerto de El Prat, de la Casa de Caritat al paseo de la Bonanova, el lector se deja llevar en un viaje a través del tiempo y del espacio como en las mejores novelas clásicas –solo que esta es a la vez familiar, introspectiva y de aventuras–. Con un control férreo del engranaje narrativo, Puntí cambia de narrador, avanza y retrocede en el tiempo, anticipa u oculta datos, organiza secuencias, disemina pistas falsas y planifica elipsis para mayor goce de un lector que se deja llevar por el juego dilatorio, ya que enseguida acepta que si el camino es lo bastante atractivo, no hay prisa para llegar al final. Y Puntí ha preparado un camino lleno de cajas de sorpresas, de amistades y de familias que se abren como un acordeón. Con un juego de espejos estilo Ciudadano Kane, revivimos la biografía del protagonista, una mezcla entre Bartleby y Wakefield, seductor pasivo, padre involuntario y solitario de vocación.

El único defecto que he encontrado en Maletes perdudes es el mismo que le encuentro a la narrativa de Pere Calders: un exceso de bondad indolente. A excepción de algunos personajes unidimensionalmente malvados, el resto son tan tiernos, comunicativos y bien intencionados que la trama tiene que avanzar a copia de accidentes (de tráfico, de aviación). En una época en que ficción y perversión tienden a confundirse, en que las novelas están pobladas por todo tipo de crímenes abominables, Jordi Puntí apuesta por una línea clara personalísima, sin problemas laborales, ni convivenciales, ni sexuales, ni mentales. Incluso la prostitución, el suicidio, el robo o los embarazos no deseados revelan facetas simpáticas. Es su opción y, lejana o próxima, logra que sea verosímil.

«Estas páginas no albergarán gestas ni epopeyas grandilocuentes», leemos en el quinto capítulo. En compensación, nos dejan una serie de escenas memorables: la descripción detallada de una casa de huéspedes barcelonesa de los 50, la imagen congelada de un niño que sale a la calle y chuta una bola del mundo con furia simbólica, el momento en que una señora sale reculando del armario del vecino. Entre el movimiento perpetuo de los transportes de mudanzas, y el gesto petrificado de los animales disecados que presiden la casa donde viven los transportistas, Jordi Puntí nos ha regalado unos centenares de páginas con la mejor prosa del momento.

©  Vicenç Pagès Jordà, El Periódico, 17 de febrero del 2010.

1 de març 2010

Jordi Puntí habla de "Maletas perdidas"

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Ya está en las librerías

la primera novela de Jordi Puntí,

 ‘Maletas perdidas’

Ediciones Salamandra

Traducción del catalán de Rita da Costa